Doce meses.
No creas que no te recuerdo. Te tengo
presente cada vez que respiro y no respiro.
No creas que no te pienso. Si te
extraño cada vez que escucho a una persona reír.
No creas que no te siento. Cierro
los ojos y te percibo a mi lado, tan leal.
No creas que no te extraño. Si cada
vez que pasa una abuela caminando pienso en que tú caminabas bailando.
Te escribo, abuela, porque ya he
hablado mucho contigo y quiero comunicarme de otra manera, digamos, más cercana
al lenguaje que me enseñaste.
Como has visto, ando recorriendo
lugares conocidos, otros inhóspitos, otros que aunque presentes en los mapas
del país se quedan sólo en la memoria de sus antepasados.
Es un encuentro que me he
propuesto, un reencuentro al que he sido obligado, pero agradecido quedo de
tanta cosa descubierta en mí. Lo más feo de estar lejos de casa es no saber qué
pasa a cada instante con Piaf, tú hubieras cambiado tu visión sobre los
acompañantes de cuatro patas y la consentirías mucho. Mi mamá ya lo hizo, poco
a poco cede.
Voy en la mitad del recorrido y
cuando vuelva debo estar más tranquilo que de costumbre, lo estoy logrando. Es difícil
el arte de estar solo, ¿sabes? ¿Cómo hacías tú para no desfallecer? ¿Desde
dónde mirabas al mundo?
He descubierto tanto de mí que ya
no me conozco. No tengo claro nada. Asegurarte lo que quiero y lo que no quiero
es tarea difícil porque todo está desdibujado. No me regañes, yo siempre fui
radical, como tú, pero esta vez quiero dejar ser, dejar ir, dejar de estar.
Podría pasar horas mirando la
playa, la cara de un niño que juega, el pasar de los días sin decirme nada, sin
asegurarme nada. Podría no volver nunca y quedarme aquí, sabiendo que pocos me
esperan.
Hay un punto cero en que no se
sabe si es mejor devolverse a la seguridad o reestablecer para continuar. La vida
no es más que un conjunto de sorpresas, pero me cansé hasta de mi capacidad de
asombro.
Ven, abuela, rescátame de tanto
pensamiento fútil, de cada intento de permanecer. Vuelve y enséñame cómo volver
a ser yo sin la necesidad de otro. Recuérdame cómo ser egoísta. Regresa y juguemos
al señor de la tienda. Quédate y prepárame un Candil, bebámoslo juntos y
fumemos diez cigarrillos mientras el mundo se vuelve mierda sin que a nosotros dos
nos importe.
Respiro.
Cierro la boca para que
el grito se ahogue.
Ahí está, se llama Juan y tiene toda la muerte por delante,
pero también la deshecha.
Me gusta la sonrisa que se dibuja en mi cara ahora
que pienso en mí.
Me gusto yo, así.
Comentarios