De cómo me rescató Marcel. (Versión breve).
Llovía, no era el mejor día para pegar carteles de Piaf. Yo
sentía la necesidad de ir mil y una veces al Parque Centenario porque en esos
momentos de ansiedad toda idea que aparezca se convierte en presentimiento.
Alguien nos había dicho que habían visto a Piaf rondar por ese lugar y allí
estuvimos por décimo tercera vez. Desde que se extravió Piaf voy por las calles
silbando como le silbaba a ella en la montaña, porque estoy seguro que en algún
momento reaccionará, rasgará la puerta de donde esté o vendrá corriendo hacia mí
desde cualquier calle.
Ese día, el 30 de noviembre de 2014, planeábamos darle la
vuelta entera al Parque Centenario, poner carteles en todos los postes, en cada
Canil, al lado de todos los tachos de basura, nada podría interrumpir la
brigada. Nada, excepto él.
Ya dentro del parque, vi cruzar un/a perro/a negro/a,
caminaba lento, buscando comida en el piso o simplemente olfateando el lugar. Juraría
que era la primera vez que estaba allí. Silbé. De lejos se vio cómo levantó su
cabeza y alertó sus orejas. “¿Es Piaf?” –Le pregunté a Freddy y él con su
raciocinio menos nublado que el mío acertó con un simple “No, mira las orejas”.
Seguimos pegando carteles. A cada papel que pegaba era una mirada que lanzaba
hacia el/la perrito/a que desubicado buscaba comida. “¿Y si es Piaf?”, pero advertí
que para acceder al lugar donde merodeaba ese animalito tenía que dar casi la
vuelta entera al parque. Llovía un poco más fuerte y estaba por oscurecer.
Decidí ser víctima del beneficio de la duda y ansiosamente salí del enrejado
hasta llegar al lugar donde estaba el/la perrito/a, pero ya no estaba. Pensaba
en lo estúpidamente lento de mi actuar, me recriminaba por haber tardado en
tomar la decisión de acercarme a corroborar que fuera o no Piaf. La culpa es la
peor compañía, cuando uno extravía un ser querido; es la peor, pero siempre está
presente lamentablemente. No perro, más lluvia, más culpa. Dos pasos hacia el
otro poste, ese que era más alto. Tomo cartel y cinta y en el esfuerzo más alto
para pegarlo bien arriba, siento un peso en la pierna derecha, como cuando se
te apoyan. Mirada dirigida hacia el piso: ¡ES PIAF! Vuela cartel, se despide la
cinta y mis brazos que estrepitosamente se abalanzan para celebrar sobre ese
cuerpo débil, casi desmayado, con mucho pelo negro y dorado. ¡MOMENTO! ¿A quién
estoy abrazando?
Ahí estaba, un perrito negro con pelos dorados, mancha
blanca en el pecho, pintas aún más blancas en cada una de sus patas, una cola áspera
y una orejas tan feas como si se las hubiera hecho el peor enemigo. Era él, un
perrito callejero. Ese mismo perrito que se veía perdido, desubicado y
universalmente cansado o hambriento.
Tomemos un taxi, no nos paran. Vamos a la veterinaria más cercana, no hay plata. Todo,
menos dejarlo como estaba. Habría resultado incoherente estar buscando a mi
perra en la calle, encontrarme uno y seguir de largo. La veterinaria que nos
atendió esa noche me dio la mejor indicación: “La mejor medicina para ese
perrito es un montón de amor”. “¡PARA UN POCO! No estoy yo para enamorarme
ahora”, pensaba mientras el pobre perro negro, rubio, con manchas blancas y
orejas inmundas no podía hacer más que echarse en cualquier rincón a dormir. Olía
tan feo, más que como se veía.
Hay tantos detalles por contar, tantas descripciones mínimas
y exhaustivas. Empezando porque desde que entró a casa durmió más que lo que
comió. Y terminando con que hasta hace poco aprendió a dormir en cama, siempre
estuvo cómodo en el piso, boca arriba y entre más cerca de la puerta, mejor.
Un mes buscando a su familia por el simple hecho de que me
gustaría que hicieran lo mismo con Piaf. Y aunque me iba encariñando, sabía que
si aparecía su familia debía estar con ellos.
Luego de varios análisis para su cirugía de cadera y
estudios sobre sus patas (doblemente fracturadas y soldadas con el tiempo)
llegamos a la conclusión de que ese perrito no había tenido hogar o si lo tenía,
había sido muy maltratado o mal cuidado.
Marcel se llama Marcel porque el hombre más amado por Edith Piaf
era un boxeador que llevaba ese mismo nombre. Porque es un guerrero, un
peleador de vida, el vivo ejemplo de las
“ganas de vivir”.
Debe odiarme seguramente porque desde que me conoce ha sido
expuesto a radiografías, inyecciones, operaciones, curaciones, baños, cortes de
pelo y hasta mimos extravagantes de más de una mujer enamorada de él. Debe tenerme
cierto rencor porque pasa al menos tres horas solo mientras yo voy a la calle a
buscar a mi negra. Debe detestarme porque estoy seguro que conmigo conoció un
collar, la incomodidad del sonido de una chapita y el hecho de tener que hacer
maromas para ganarse una galleta. Yo no quería enamorarme, hace mucho tiempo no
lo hacía tan rápido. No planeé siquiera tener otro perro, pero por ahí dicen
que las cosas pasan para algo y Marcel y yo nos encontramos, nos escogimos para
acompañarnos. Algún día terminaré de agradecerle por todo lo que hace por mí,
llegar a casa, colgar una llamada, ilusionarme con que esa perrita es Piaf y
que no lo sea, el simple hecho de levantarme en la mañana se lo debo a él. Cualquiera
aseguraría que es mentira. Yo creo que me metí en un gran problema, en uno de 4
patas, que da lenguetazos sin pedir permiso, que te empuja los brazos para que
lo acaricies, porque nunca supo que era una caricia (estoy seguro). Ese problema
negro con pelos rubios y manchas blancas me rescató de la desesperanza o de la
depresión absurda que no aconseja y sí envenena. Hay donaciones, hay nuevos
amigos, hay palabras de aliento, hay esperanza, pero sobre todo hay amor en mi
casa; hay amor que espera y que aprende, amor que pacientemente acompaña. Con
nadie estoy más agradecido que con él porque me adoptó y me rescató, no fui yo
a él. Vamos más allá. Verlo recuperarse con tanta facilidad es de los mejores
espectáculos que he visto en mi vida. Es el perro feo más bonito que he visto
nunca y lo mejor es que es mío. Es mi perro, tal y como yo soy su humano.
No veo la hora de tener nuevamente a Piaf en mis brazos y
que mi nueva preocupación sea tratar de que jueguen sin romper la casa. Quiero llenarme
de lenguetazos por lado y lado. Ya casi, ya pronto. Me siento cerca del gran abrazo.
Con Piaf había experimentado lo bonito que es vivir sin tanta banalidad. Pero Marcel me ha enseñado que se puede ser feliz desde lo sencillo y con las cosas más simples de la vida.
¡Claro que estoy en problemas, son de 4 patas y no
quiero salir de ellos!
Comentarios
Florencia olivero nuzzi
Feliz me pone cada vez que veo alguna nueva foto de Piaf, tuya o juntos. De verlos con este querido Marcel siendo una familia tan hermosa.
Gracias por expandir tu Ser y tu Energía.
Un abrazo enorme.